Clayton Christensen cambió mi vida.
La primera vez que entré a la oficina de Clay, hace una década, fue cuando era editora del Harvard Business Review y buscaba un artículo extra para rellenar una edición doble que teníamos pendiente en la revista. Era la primavera de 2010 y tenía curiosidad sobre cómo se sentía la generación que estaba por graduarse para intentar integrarse a un mundo que había sido debilitado por la recesión. Había escuchado de varios estudiantes de la Harvard Business School que Clay fue invitado a dar el discurso en la graduación y que los ahí presentes habían quedado muy conmovidos por sus palabras. Cuando me senté en su oficina ese día, estaba muy enfocada en mi fecha de entrega. Cuando me fui, una hora y media más tarde, estaba enfocada en mi vida.
¿Por qué fue tan poderoso lo que conversamos? Hablamos de algunas de las teorías de negocios de Clay. Pero, como lo descubrieron los estudiantes que lo habían escuchado, el pensamiento de Clay era esencial no sólo para los negocios, sino para los individuos. Cada pregunta que él hacía, cada teoría que discutimos, me hizo eco. Hablamos de cómo las empresas se equivocan en su búsqueda por el crecimiento. Cómo sus estrategias se forman a partir de cientos de decisiones de asignación de recursos. Reflexionando sobre esa conversación a lo largo de los años, puedo ver cómo estaba salpicada con mis propios pensamientos en evolución. ¿Realmente le estaba dando mi tiempo y energía a las cosas que más me importaban? ¿Tenía una estrategia para vivir mi vida? ¿Tenía un propósito claro?
El tiempo que pasé con Clay ese día me llevó a hacer un examen de conciencia y a reestructurar mi vida entera. Renuncié al hbr, con buena voluntad por ambas partes, y empecé a buscar el balance entre trabajo y vida que estuviera más en línea con mi estrategia personal. Ésa es la belleza de las teorías de Clayton Christensen: nos ofrecen una nueva perspectiva de los problemas que estamos tratando de resolver. Nuestra reunión también nos llevó a una década de escribir juntos. Además de ser coautor, también fue mi maestro y, ante todo, mi amigo.
En los días que siguieron a su muerte en enero de 2020, el internet estuvo inundado por personas que compartían recuerdos de cómo Clay había influido en ellas de manera profunda. Como se ha señalado de manera amplia, una generación entera de leyendas de Silicon Valley le debe su éxito, en parte, a las teorías de Clay. El único libro de negocios que Steve Jobs tenía en su librero era The Innovator’s Dilemma. Tanto Andy Grove, de Intel, como Jeff Bezos, de Amazon, y Reed Hastings, de Netflix, han hablado de la profunda influencia que ha tenido en ellos el trabajo de Clay.
Pero a Clay no le interesaba cosechar los frutos de la fama que le trajo la publicación de The Innovator’s Dilemma. Estaba más interesado en ayudar a las personas para que resolvieran sus problemas. El éxito de Clínicas de Azúcar (una start-up cuya meta es cambiar la atención médica que reciben los diabéticos en México) le importaba tanto como el de grandes empresas tecnológicas fondeadas por capital de riesgo. Para Clay, la innovación representaba una manera de hacer que las soluciones a los problemas fueran más accesibles. Sus problemas de salud de los últimos años lo motivaron aún más para trabajar en ello.
Por años, Clay y yo conversamos sobre varios temas –cómo su época de misionario en Corea del Sur influyó en su pensar sobre la innovación y cómo ésta tiene el potencial de sacar a naciones enteras de la pobreza–. Eran muchos los problemas que Clay quería ayudar a resolver. No tenía la soberbia de pensar que él, en lo personal, podría resolverlos todos, pero creía que sus teorías ayudarían a otros a hacerlo.
Era divertido ver cómo trabajaba la mente de Clay. Cada conversación representaba para él una oportunidad de aprender algo y me maravillaba su habilidad para establecer conexiones que los demás ni siquiera podían ver. Se trataba de hacer las preguntas correctas. Para él, una gran pregunta valía más que una gran respuesta. Porque, sin la gran pregunta, jamás podríamos llegar a la respuesta correcta.
Clay quería ayudar a las personas a entender el “mecanismo causal” de los problemas, porque, hasta que entiendas qué ocasionó el problema, su solución será algo tentativo en cuanto a su éxito o su fracaso. A Clay le gustaba decir que “una buena teoría se puede aplicar en varios niveles” y podía ver eso en el trabajo que hacíamos juntos. La teoría de la alteración es tan relevante para la industria del acero como lo es para la educación superior y la atención de la salud.
La bandeja de entrada de Clay siempre estaba desbordada por peticiones de líderes de negocios ávidos de saber lo que Clay pensaba sobre algún tema. En esencia, Clay era un maestro. Pero seguro hubiera sido el primero en decirte que no te enseñaría qué pensar. Nos enseñó cómo pensar. En esta era dominada por la inteligencia artificial, la velocidad de la innovación se ha acelerado y puede resultar difícil imaginar que teorías de negocios establecidas hace décadas continuarán siendo relevantes. Sin embargo, pienso que sería sabio que cualquier emprendedor en ciernes vuelva a estudiar el trabajo de Clay. La resiliencia y resistencia del pensamiento de Clay me han enseñado que una teoría poderosa es atemporal. Puede que se requiera un enfoque fresco sobre cómo aplicarla, pero entender el mecanismo causal siempre será algo poderoso. En realidad, sólo debemos trabajar en saber cuáles son las preguntas correctas que demos hacer.
No me alcanzan las palabras para expresar mi tristeza por la partida de Clay. Pero hay muchas más para expresarle mi gratitud. Él me ayudó a entender la importancia de hacer un trabajo que me importe, con colegas que respete, y balancear todo eso con una vida personal que tenga sentido también. La oportunidad de colaborar con él fue un regalo que nunca di por hecho.
Por Karen Dillon
Exeditora del Harvard Business Review
y coautora de The Prosperity Paradox: How Innovation Can Lift Nations Out of Poverty