Hace tiempo tuve la gran experiencia de trabajar como parte de un equipo de consultores que buscábamos implementar una nueva cultura para una empresa con presencia global. Como parte de este esfuerzo, comenzamos a trabajar en el despliegue de la definición de su cultura y en la construcción, por medio de ejercicios altamente participativos, de los valores y comportamientos que sustentarían esta nueva cultura. Estos ejercicios los realizamos en ocho países, para recabar diversas perspectivas y abordar un panorama completo de las distintas realidades que se vivían en cada uno de ellos donde operaba esta empresa y así entender cómo cada una de las subculturas debía alinearse con el nuevo enfoque. Estuve liderando estas sesiones en Estados Unidos, México, Colombia y Brasil, con personas de distintos niveles de la organización.
Para abordar este proceso de forma más efectiva, se trabajó primero desde un enfoque en las emociones, dejando el negocio en segundo plano. El alcance de esta metodología fue muy positivo. Las personas lograron expresar sus dudas, miedos y retos sin riesgo de sufrir alguna consecuencia negativa. Esto permitió que cada grupo reconociera sus fortalezas, honrando a la vez el pasado y creando un sentido de insatisfacción con aquellos aspectos del presente que no les permitieran seguir avanzando, para cambiarlos por conductas más positivas y deseables.
Hace poco leí que los seres humanos realmente no somos seres racionales, sino que somos seres que racionalizamos. ¿Qué significa esto? Nuestra toma de decisiones está muy influenciada por nuestro inconsciente emocional y, una vez que la decisión llega a la parte racional de nuestro cerebro, entonces su trabajo consiste en convencernos de que esta decisión realmente ha sido la mejor.
Por ello la importancia de considerar en la gestión de cualquier tipo de cambio organizacional, en primera instancia, el efecto emocional del cambio y de ahí empezar a gestar estrategias para convencer al inconsciente de que éste no amenaza su supervivencia. Como bien lo menciona Jonathan Haidt, un jinete representa la parte racional y lógica de nuestro cerebro, mientras que el elefante es la parte emocional que busca su supervivencia y gratificación instantánea. En los procesos de cambio, al conseguir que el elefante se sienta motivado, el jinete logra guiarlo por el camino. La falta de claridad, de energía y de un medio ambiente preparado para facilitar el cambio se puede reflejar como resistencia o apatía.
La inteligencia emocional es un elemento indispensable para liderar de forma humana y efectiva los cambios organizacionales. Entre otras cosas, se requiere mucha empatía y compasión.
En algún momento descubrí una institución que pertenece a la Universidad de Wisconsin en Madison, el Centro para las Mentes Saludables. Su fundador, el doctor Richard Davidson, gracias a sus estudios en el área de las neurociencias, ha logrado concluir que la base de un cerebro sano son las cualidades positivas, como la bondad, la amabilidad y la compasión. Menciona que la diferencia crucial entre la empatía y la compasión está en que esta última nos invita a la acción, mientras que la primera se enfoca únicamente en la reflexión, todo esto analizado desde un punto de vista neurológico.
Lo más interesante es que la compasión es un atributo que se puede desarrollar. Cuando un cambio es liderado por una persona que actúa con un enfoque compasivo, éste no se limita a entender los miedos y las necesidades de los involucrados. Además crea estrategias y acciones enfocadas en hacer sentir seguro al elefante que todos llevamos dentro y a lograr la implementación de cambios genuinos y sostenibles en el largo plazo.
por DANIELA FEBRE DOMENE